IV
Déjame que deslice
mis manos desterradas
por el suave desierto de tu pecho,
por el ángulo firme de tu hombro,
terciopelo desnudo, tu cintura.
Cúbrete con mi amor
y con este obstinado
deseo de ser tuya para siempre
y de posar, febriles, mis labios en tu boca.
Luego, cuando la noche
se encienda de luciérnagas y dudas
y aprisione la última palabra,
podrás llorar la turbia despedida
y su cuerpo de mármol asustado
reclamando tus besos.
Tal vez yo, como siempre,
recogeré tus ojos
para mezclar mi llanto con el tuyo.